Este jueves el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reconocido a la milenaria Jerusalén como capital de Israel y ordenó un plan para trasladar ahí su embajada.
“Estamos aceptando lo obvio. Israel es una nación soberana y Jerusalén es la sede de su Gobierno, Parlamento y Tribunal Supremo”, señaló Trump.
Este hecho rompe con décadas de la política exterior de su país. Especialistas en el tema declaran que la proclamación abre un ciclo sombrío para las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos.
Para los palestinos el mensaje es devastador. Con un proceso paz depauperado, Washington ha hecho oídos sordos a las grandes potencias europeas y musulmanas, y ha mostrado una vez más su lejanía de los compromisos históricos.
Pocos expertos creen que el paso dado sea tan aséptico. El reconocimiento alcanza la médula de las relaciones palestino-israelíes. Jerusalén no es solo una ciudad o una capital. Es un símbolo. Un lugar roto por la historia, cuarteado por siglos de luchas y ocupaciones hasta formar un rompecabezas que nadie ha logrado resolver.
Reclamada por israelíes y palestinos, la comunidad internacional había soslayado el dilema edificando sus embajadas en Tel Aviv y dando a esta tierra milenaria un estatuto más propio del limbo que de una nación desarrollada.
La declaración de Jerusalén es una promesa electoral del republicano. No pudo llevarla a cabo en mayo, cuando cumplía el plazo de la anterior prórroga, pero esta vez no ha dejado pasar la ocasión.