“Chango viejo no aprende maroma nueva” es un refrán que escuchamos frecuentemente para explicar que al llegar a cierta edad ya te amolaste y te tienes que conformar con lo que tienes y en lo que te hayas convertido. Eso más que lección de vida parece una condena. Sin embargo, yo sí creo en la evolución de las especies y que realmente nunca nos quedamos estancados. Para muestra basta un botón.
Cuando era chica la única forma de comerme la sopa de verduras era que mi mamá me hiciera flan, ningún otro postre servía para el bonito chantaje madre-hija de comer sanamente. El trato era fácil, sin flan no comía verduras ni en defensa propia. Hoy, después de muchos años yo soy la que me la paso rogándole a mi ma me haga la que creo que es la mejor sopa del mundo, no sólo por su sabor sino porque me recuerda mi infancia. Empecé a comer verduras y me salieron raíces.
Algunos llaman eso “maduración”, yo sigo pensando en evolución. Verás, la primera vez que hice snorkel hace muchos años, observé un mundo acuático diabólico, con peces que no se parecían en nada a los que veía en el acuario, amenazantes, se burlaban de mí, que Nemo ni que ocho cuartos. Fue hasta después de varios años y posterior a un propósito de año nuevo y la insistencia de mi hermano, que me animé a bucear. Me certifiqué primero de renacuajita, luego de rana y después de buzo (aunque buza caperuza siempre he sido). Entonces me di cuenta que los bichos marinos no eran tan grandes como los recordaba y que incluso eran bastante simpáticos. Si en el mar la vida es más sabrosa, debajo de él es más divertida. Cuando le perdí el miedo a la vida marina, me empezaron a salir branquias.
Pero si lo anterior no te parece lo suficientemente radical para demostrarte que Darwin tenía razón, déjame te cuento. Estaba con una de las ohdiosas cuando de repente me hizo la pregunta: ¿Y cómo sería tu boda ideal? Hace un par de años hubiera escupido lo que estaba tomando, pedido un tanque de oxígeno al mesero y hubiera dicho: “mi mejor boda es que no haya boda”. Sin embargo, en esta ocasión aunque me tomó de sorpresa con la pregunta, sólo la mire unos segundos y le dije: “sería un fiesta que no parezca boda, donde no faltara champagne ni tequila y que tuviera una muy buena música para bailar toda la noche”.
Seguramente si mi tía Gertrudis y un par de amistades hubieran presenciado la escena se hubieran puesto de pie a cantar: “Hoy es un día de fiesta, aleluyaaaa, aluluya aaa”. Me vino a la cabeza una conversación que tuve con un amigo en la que me dijo: “el día que pensar en el matrimonio deje de ser un problema para ti, te habrás liberado”.
¿Qué fue lo que cambio? Te digo, la evolución de las especies. Después de un par de matrimonios yo pensé que mi contribución a la sociedad y el registro civil estaba concluida. No porque hayan sido malos, al contrario, solamente que estaba clara que, como dicen, ni al caballo ni a la yegua necesitas amarrarlos para que sepas que son tuyos.
Después de mis uniones oficiales tuve otras dos proposiciones de ′consolidar′ nuestra relación, pero entonces me agarraba la desesperación, comenzaba a respirar con mucha dificultad, se me secaba la boca, y sentía una opresión en el pecho, estoy segura que es lo que pasa antes de un ataque cardiaco.
No podía decir la palabra matrimonio ni tampoco escribirla, era una especie de palabra prohibida e innombrable. Hoy por lo visto, ya no tengo que andar con un respirador artificial y ¿qué crees que pasó cuando dejé de sentirme atrapada por mis propios temores? me comenzaron a salir alas, dime si eso no es evolución.