La foto parecía el fotograma de una de esas películas en las que, presuntamente, se encuentra la cámara de los protagonistas después de que hayan sido víctimas de algún ataque paranormal. Él aparecía de espaldas, andaba por un enorme túnel iluminado por una luz verdosa, casi radioactiva. Su brazo izquierdo estaba levantado, como si hiciera un saludo militar.
O, quizá, se estaba protegiendo de algo que procedía del túnel.
O, quizá, era una despedida.
Mi hermano JC no había vuelto a casa la noche anterior. Y esa foto granulosa era la única pista que teníamos. La habíamos conseguido porque su iPhone guardaba las fotos automáticamente en iCloud, y su novia Helena tenía la contraseña de su cuenta.
La foto era de las doce y media de la madrugada. Pero ninguno de los que estábamos en el salón de mi casa —mi madre, Helena y yo— teníamos ni idea de dónde había sido tomada. Ni quién podría haberla hecho.
Y el teléfono de JC ahora estaba apagado.
—Ayer hubo una fiesta en casa de Eli, pero JC no fue —dijo Helena, que buscaba respuestas en WhatsApp.
—¿Pero no te dijo dónde iba? ¿Cómo puede ser? —preguntó mi madre, que buscaba paz en su cigarrillo.
—Nos habíamos enfadado por la tarde, le dije me que no me apetecía hacer nada… —respondió Helena sin levantar la mirada de su teléfono.
Esa frase me dejó todavía más inquieto que la foto.
El silo
“¿Quieres que te violen, te corten a trocitos y te coman? Porque así es exactamente como consigues que te violen, te corten a trocitos y te coman”.
Esta fue la primera respuesta que obtuve al colgar la foto de mi hermano en Reddit. Lo había hecho porque nadie de nuestro entorno sabía ayudarme, y porque sabía que esa página a menudo tenía respuestas para preguntas que ni siquiera existían.
Pronto entendí que los troles eran el sacrificio que los dioses de Internet nos hacen pagar para acceder al oráculo. Al comentario número quince, se hizo la luz:
“ Yo he estado en este sitio. Es un silo misilístico abandonado que hay cerca de Denver. Da un miedo de cojones, pero es una pasada”.
No tenía ni idea de lo que era un silo misilístico. Wikipedia me dijo que se trataba de una “estructura semisubterránea que almacena misiles cuya finalidad y diseño responde al lanzamiento de misiles balísticos”. También que se habían dejado de usar en los años 60, y que, desde entonces, el gobierno había intentado hacerlo desaparecer del mapa.
¿Qué demonios hacía ahí mi hermano?
Le escribí en privado a aquel usuario de Reddit. Y no solo accedió a darme las indicaciones sino que se ofreció a acompañarme. Casualmente, vivía a dos pueblos de distancia.
Solo recé para que todo aquello acabase como ese primer comentario había predicho.
3. El descenso
La entrada del silo era como un error de Photoshop. En medio de una inmensa explanada, se levantaban dos pequeñas colinas que parecían colocadas por encargo. En la base había una apertura circular, como un desagüe desterrado, protegida por rejas metálicas que alguien había vandalizado.
Habíamos llegado tras conducir casi doscientos kilómetros.
En el coche íbamos Helena, mi amigo Freddy y Byron, que así es como se hacía llamar el usuario de Reddit que habíamos recogido de camino. Era un tipo de unos cuarenta años con aspecto de hippie trasnochado. Vestía con ropa demasiado grande y apestaba a marihuana a las nueve de la mañana. Su aspecto no inspiraba mucha confianza, pero tenía una cadencia hipnótica al hablar.
Nos contó la historia del lugar, lo cual hubiese preferido que se ahorrara. Después de que el gobierno lo cerrase, había permanecido sellado durante cuatro décadas hasta un grupo de jóvenes en pleno viaje de peyote lo encontraron y se colaron. Uno de ellos no salió nunca.
Al entrar en el túnel, lo primero que me impactó fue el olor. Era como si alguien hubiese abierto un laboratorio químico en unas alcantarillas. Supuse que es a lo que huelen las cosas que llevan cincuenta años pudriéndose.
—¿¡JC!? —grité, sabiendo que no sería la última vez que lo haría.
La luz exterior se fue desvaneciendo a medida que andábamos por el túnel. Le di las gracias a Byron por habernos recomendado traer linternas.
Al final del túnel había una escalera oxidada. A través de ella se accedía a un enjambre de pasillos subterráneos que transcurrían por encima de aguas residuales.
Helena temblaba, Freddy no dejaba de soltar tacos y yo me preguntaba por qué estábamos siguiendo a un chalado que había conocido en Internet unas horas antes al fondo de un almacén de misiles abandonado.
—¿¡JC!? —volví a gritar.
Llegamos a una estancia más amplia que, según nos informó Byron, era la sala de controles principal.
Mientras él me explicaba algo sobre los generadores, un grito de Helena nos heló la sangre.
Al girarnos hacia ella la vimos enfocando las paredes con su linterna. Estaban llenas de pintadas de siluetas negras con grandes ojos blancos. Eran como espectros atrapados en los muros, y ahora nos estaban vigilando. Era sobrecogedor.
—Shhhhh, callad —dijo Byron.
Y, entonces, lo escuchamos.
4. La música
Había algo que hacía vibrar las placas metálicas que todavía quedaban en el techo.
—Quizá se olvidaron un misil y está a punto de despegar —intentó bromear Freddy.
Pero lo que se oía era un traqueteo lejano, como el de un tren amortiguado por la niebla.
—Seguidme —dijo Byron, como si todavía tuviese que convencernos.
Nos volvimos a adentrar en los túneles, persiguiendo ese eco maquinal.
¿De dónde provenía esa música maquinal?
La música sonaba cada vez más fuerte, pero acelerar el ritmo era arriesgarse a que un paso en falso nos hiciera caer a esa mezcla de agua estancada, aceite y residuos tóxicos que corría por debajo de nuestros pies.
Cuando llegamos a una sala circular con diversas puertas metálicas, el volumen de la música ya era atronador, como si proviniera de una habitación contigua.
Tanto, que casi no oímos el grito de Freddy.
Al girarnos se estaba señalando la mano con la linterna, la tenía cubierta de una sustancia rojiza y viscosa.
En ese momento entendí que todo había terminado: mi hermano estaba muerto, esa era su sangre y, probablemente, su asesino nos estaría espiando desde uno de los rincones de la sala para hacernos lo mismo a nosotros.
Helena me abrazó, noté sus lágrimas en el cuello.
—¿De dónde sale eso? —preguntó Byron dirigiéndose a Freddy.
—Me he apoyado ahí y he notado algo húmedo —dijo Freddy, señalando una de las paredes.
La música, metálica, repetitiva y punzante, hacía que tuviesen que hablar a gritos.
Byron se acercó a la pared, pasó el dedo por la sustancia y la olió.
—Tranquilos —dijo, regocijándose en su papel de héroe inesperado—, solo es fluido hidráulico.
No tenía ni idea de lo que era el fluido hidráulico, pero en ese momento me sonó como un abrazo.
Probamos a abrir las puertas una a una. Eran muy pesadas, parecían blindadas.
La cuarta se abrió.
La música nos golpeó el pecho con violencia, el humo nos envolvió y las luces estroboscópicas nos cegaron.
Cuando pude volver a enfocar la mirada, un escalofrío recorrió mi cuerpo.
La sala estaba llena de personas cubiertas con máscaras nucleares dejándose sacudir por la música. Sus cuerpos se movían a toda velocidad, como si se fuera una rave zombie ambientada en la era atómica.
De hecho, era una rave zombie ambientada en la era atómica.
Freddy tenía la boca abierta. Helena se tapaba los oídos y Byron sonreía.
Yo calibraba nuestras opciones: o mi hermano era uno de ellos, o no saldríamos de ahí con vida.
De pronto localicé una mochila que me resultaba familiar. Era la mochila de mi hermano.
Me abalancé sobre el tipo que la llevaba puesta y, antes de que pudiera reaccionar, le quité la máscara.
Era JC.
Mientras me debatía entre abrazarle o pegarle un puñetazo, él se me adelantó:
—¡Hey! Lo siento, me había quedado sin batería —dijo, como quien llega tarde a una reunión de trabajo.
Entonces tuve claro lo que tenía que hacer.