Hace un par de meses cumplí 30 años. Aunque siempre he sido enemigo de los clichés no pude evitar darle un lugar diferente a éste cumpleaños con respecto a la mayoría de los anteriores.
Cuando era niño alguien de 30 me sonaba a viejo, a papá, a corbata y saco, a coche grande, a esposa quejumbrosa y barriga incipiente. Una eternidad me separaba de aquella figura, de aquella realidad que se antojaba imposible de tan lejana.
Pero hoy, después de lo que me pareció solo un suspiro, estoy parado frente al espejo acomodándome el pelo de tal manera que no se me noten las entradas. Tengo 30 años y seguro los niños (Como el que yo era) al verme piensan que soy un señor que se está quedando pelón.
Sin embargo, me siento fuera de esa caricatura del treintañero que dibuje de chavito: No uso corbata, no tengo hijos (que yo sepa), de esposa ni hablamos y la barriga la tengo dominada a fuerza de visitas al gimnasio, a veces más por miedo a convertirme en ese treintañero de caricatura, que por el gusto a sudar como puerco en una caminadora.
La gente me dice que aparento menos edad, a pesar de las arrugas que mis ojos han acumulado, no sé si por sabiduría o por asolearme a lo güey durante años. Lo que me hace pensar que el físico importa muy poco a la hora de reflexionar sobre la edad y me pregunto ¿Qué es lo que realmente nos hace cosquillas de ese número que no tendría que significar nada: 30?
Yo creo que todo tiene que ver con las referencias generacionales. En mi caso, mi papá se convirtió en mi papá a los 30 y para ese momento ya se había convertido en papá de mi hermana, tres años atrás y en esposo de mi mamá hacía 6 años.
El tener mi edad significaba en muchos casos tener todos esos adornos que convierten a un hombre en un “Padre de Familia” proveedor e instructor. Y si nos vamos para atrás la cosa se pone peor: Mi abuelo a mi edad, ya tenía 4 de los 11 hijos que llegaría a tener y pasaba sus días (y a veces sus noches) trabajando y si quedaba tiempo, compartiéndolo con ellos.
Nuestra generación es diferente y nuestra necesidad de reflexión al llegar a edades como ésta viene de un lugar distinto.
Durante una buena temporada de tu vida sueles decir frases como: “Cuando sea grande, voy a ser tal o cual cosa” “Cuando sea grande quiero vivir en tal lugar o hacer esto o aquello” El ser “grande” se convierte en sinónimo de logro, de destino alcanzado, de corte de caja. Y a los 30 ya eres los suficientemente “grande” para responderte a ti mismo por todos los deseos soltados al viento. ¿Soy quien pensé que iba a ser?
Es curioso, pero en la mayor parte de los casos, no somos quienes planeamos, no tenemos lo que suponíamos y vivimos en un lugar distinto al que queríamos . Esto no necesariamente es una traición a nuestros deseos infantiles. Más bien es la prueba inequívoca de que la vida no respeta planes y en su capacidad de sorprendernos radica la emoción de vivirla.
Cuando tenía 20 años pensaba que a los treinta iba a estar casado con mi novia de aquél momento y que tal vez tendríamos un hijo. Yo saldría en la tele conduciendo un programa de música y viviríamos en una casa cercana a donde vivían nuestros amigos.
Hoy ella está casada con un italiano y viviendo en Florencia. Yo comparto mi cama y mis días con una sudafricana veinteañera. No me interesa salir en la tele y a varios de esos amigos que quería que se convirtieran en mis vecinos, hace años que no los veo más que en Facebook.
¿Me siento un fracaso? No. ¿Siento que traicioné mis sueños de adolescencia? Tampoco. Simplemente me doy cuenta del poder que tiene la vida de llevarte por caminos que no pensaste y las enormes oportunidades de escribir tu propia historia detrás de cada decisión que tomas momento a momento.
Y es así como la edad es solo un recordatorio de que eres lo que fuiste, lo que haces y lo que serás, pero nunca hay que quitarnos de la mente que a los 11, a los 22 o a los 30, la vida es ahorita.
@pilinga2