¿Educar o consentir a nuestros hijos? Diario maternal IX

Es muy común la frase “como soy su… (abuela, abuelo, tío, tía, etc) estoy para consentirlo, sus papás que lo eduquen” y por lo general la idea de quien lo dice al consentir al pequeño (a) es dándole dulces, frituras o transgrediendo alguna norma o límite que los papás han acordado poner en su intento por formar al nuevo integrante de la familia.

Siempre me he preguntado, ¿cuánto tarda un papá o una mamá en revertir los efectos de un familiar bien intencionado que consiente a su niño? ¿no será un doble trabajo el tratar de reconstruir lo poquito que habíamos ganado y que “amorosamente” tiraron en un tris tras protegidos en la posición de “yo soy su…”? ¿En qué momento se nos ocurrió que la manera de consentir a un niño es dándole de comer azúcares, grasas, harinas y bebidas carbonatadas que sólo minan su organismo dejándolo vulnerable a las enfermedades? ¿Eso es lo que queremos para los pequeños (as) que amamos?

Si antes me llamaban la atención las cuestiones de alimentación, ahora con el bebé en camino se han convertido en una preocupación.

Mi padre siempre nos decía (repitiendo lo que su madre le había dicho a él un día) que lo único que podía dejarnos como herencia era la educación. Sé que él se refería a que fuéramos a la escuela, sacáramos buenas notas, he hiciéramos una carrera universitaria. Nosotros (mi hermano y yo) no sólo tuvimos la oportunidad de ir a la escuela, sino que en casa aprendimos muchas otras cosas, por ejemplo, a comer.

¿Dónde más tiene uno sus primeras experiencias alimenticias sino en casa? ¿Acaso no es de las tareas más importantes para el recién nacido alimentarse? Siempre he pensado que uno come como su familia lo hace, como mamá te enseñó (o quien se hizo cargo de alimentarte), tal vez con el tiempo, las actividades, las modas y la información uno vaya modificando la manera de comer pero las bases de los primeros años están ahí, para bien o para mal de nuestra salud.

Mi madre siempre cuidó de nuestra alimentación. Aprendimos a no salir de la casa sin desayunar, a tener horarios para los alimentos, a comer en el comedor con la mesa puesta y con la televisión apagada, no dulces, no comida chatarra, no fast food, no refrescos. Podría pensarse que fue una infancia triste sin dulces ni refrescos pero no lo fue (además muy de vez en cuando llegamos a comer alguna golosina sin que llegara a ser parte de nuestra dieta), ahora que conozco los efectos del azúcar, la comida con altos niveles de grasas y los refrescos estoy tan agradecida con ella. Sin duda fueron muy buenas prácticas.

En casa la comida fue sólo eso, comida. No fue premio ni castigo, ni consuelo, ni tranquilizante, ni forma de consentirnos. Hay muchos adultos que en la actualidad tienen problemas de obesidad o tienen una relación complicada con la comida porque en la infancia aprendieron a relacionar los alimentos con el afecto o con sensaciones de bienestar y aprendieron a cubrir sus carencias emocionales con alimentos altos en carbohidratos, calorías y demás chucherías que tal vez hacen sentir bien de momento pero lenta y silenciosamente van intoxicando, envenenando y enfermando al organismo.

Por favor, ¡dulces y frituras no!

Me gustaría tanto poder transmitirle a mi pequeño prácticas alimenticias sanas, estoy segura que alimentarlo de manera adecuada y sana será la mejor forma de amarlo, quisiera que aprendiera que uno es lo que come (claro, no sólo eso pero si una parte) y que puede decidir por su salud al escoger una buena alimentación. Estoy deseando con todo el corazón que se encuentren nuevas formas de consentir o tranquilizar a los niños (as) que no incluyan alimento chatarra, tal vez eso evite que de adultos busquemos esconder o cubrir nuestras carencias emocionales detrás de la comida y con ello, estemos nutriendo un mejor futuro.