El día que Calderón ignoró la sangre derramada

Ni pido perdón ni me arrepiento” fue la respuesta de Felipe Calderón ante el reclamo del Movimiento Nacional por la Paz de que el primer mandatario pidiera perdón por los 40 mil muertos que ha dejado la guerra contra el narcotráfico.

No sólo eso, Calderón literalmente golpeó con la mano la mesa de diálogo a la que habían convocado ciudadanos organizados para explorar nuevas rutas en el combate a la delincuencia organizada.

En lugar de redefinir la estrategia, el titular del ejecutivo se mostró insensible ante las lágrimas y la sangre derramadas durante su sexenio. “De lo que me arrepiento es de no haber sacado antes al Ejército a las calles”, remató.

Pero además, Calderón violentó a su interlocutor al negarle primero el permiso a fumar y después concedérselo, como aquél padre que a base de castigo y gratificación reprende al menor a su cargo, en una demostración del equívoco monopolio sobre la verdad.

Y en el colmo del ejercicio del poder, Calderón llevó al encuentro a quien -en su opinión- se ha consagrado activa y celosamente al desempeño de un “ministerio elevado y noble”, como lo es el “sacerdocio cívico” de la actividad policiaca; es decir, al secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.

Con toda rudeza frente a sus detractores, el presidente de México dio una vez más su espaldazo al funcionario federal de quien se ha exigido vehementemente su renuncia;  con el mensaje claro y oficial de “Estás equivocado, Javier (Sicilia)”.

En el castillo de Chapultepec, sede en algún tiempo del Colegio Militar, el pasado 23 de junio fue el día en que Calderón mostró, por si había alguna duda, su rostro autoritario, su insensibilidad ante las lágrimas de una madre que llora la muerte de sus hijos, el reclamo de un padre que lucha por la memoria de los caídos de México.

Con todo, es de reconocer que ahí donde ocurrió la célebre escena de los Niños Héroes, el movimiento ciudadano encabezado por el poeta Javier Sicilia -con o sin radicalismos incluidos- logró lo que nadie había logrado antes: que Calderón reconociera, contradictoria e implícitamente, su culpabilidad por la muerte de 40 mil mexicanos.

El castillo de Chapultepec, residencia oficial de cuatro presidentes militares de México, fue el escenario en el que Calderón se aferró a su estrategia, pero al mismo tiempo -en una paradoja que confirma- firmó su confesión para el juicio de la historia como responsable de la sangre derramada en esta guerra hasta hoy perdida.