En la vida hay que tener los ojos abiertos y los oídos bien limpios, porque las buenas ideas pueden estar enfrente de nosotros, sin que las esperemos. Esa es la naturaleza de la inspiración: No pide permiso para llegar y menos para no aparecerse en un buen rato. Así que no podemos dejar pasar la oportunidad de agarrarla cuando finalmente se presenta.
Esto no lo sabía yo en 1993, pero la lección que me llevaría a ésta certeza me fue enseñada, aquel año, por el papá borracho de un amigo en mi graduación de primaria.
Esa noche todas las niñas lucían vestidos color durazno (Elección que seguro hoy las persigue como uno de los peores errores de su vida adolescente) y los hombres, si es que ya se nos podía llamar así, traje y corbata.
Instalados en la elegancia y con la ilusión de dejar de ser niños para comenzar a ser “jóvenes” comenzamos la celebración. Bailes, risas, y no lo voy a negar… alcohol, eran los ingredientes de esa hermosa velada. Yo bailaba con la niña que me gustaba, (quién por cierto ya está bien gorda, por eso no digo su nombre ) cuando gritos y estruendos de vasos rotos interrumpieron aquél momento mágico.
El papá de un amigo con el juicio distorsionado por una buena dosis de Don Pedro, insultaba y maltrataba a su esposa enfrente de las miradas incrédulas de mis compañeros de primaria y sus papás, además de su propio hijo quién seguramente hoy recuerda aquella noche como una de las más vergonzosas de su pubertad.
El error de la mamá de mi amigo fue pedirle a su esposo que dejara de tomar (seguramente ya lo conocía) después de un rato de estar “celebrando” la graduación de su primogénito. Pero la petición no fue recibida por el ya intoxicado padre de familia, Así que respondió a ella con una humillante cachetada, acompañada de una orden directa: ¡Cállate Perra!
La madre golpeada lloraba, el padre iracundo la insultaba, haciendo un ridículo que atraía los ojos de todos los asistentes y mi amigo apenado suplicaba “Papá, ya vámonos”
Ésta escena se quedó grabada en mi memoria más que cualquier lección de la primaria. Y aunque no sabía para qué, presentía que de algo me iba a servir haber sido testigo en primera fila.
Años después, al no poderme convertir en el ginecólogo que tanto deseaba ser, opté por ser escritor de programas de televisión. Y es en ese tipo de trabajos en los que realmente necesitas corretear a la inspiración porque el aire no conoce de prórrogas.
El programa en el que trabajaba se llamaba Incógnito, conducido por Facundo. El lugar perfecto para proponer lo que mi mente retorcida tuviera dentro. Un día decidimos hacer un capítulo especial dedicado a las telenovelas, género mexicano por excelencia que ha puesto el nombre de nuestro país en alto en todo el mundo con joyas de la cultura televisiva como “María la del Barrio” o “Los ricos también lloran”
Fue en ese especial en el que se nos ocurrió hacer el primer capítulo de una telenovela ficticia. Y como escritor tenía que encontrar un momento, una escena, un argumento para representar el drama y la pasión que caracteriza a las telenovelas.
Entonces la musa de la inspiración se apareció, cuando más la necesitaba y me recordó aquella noche memorable de 1993 y de pronto supe lo que tenía que hacer: Iba a tomar la noche más vergonzosa de aquél amigo de la primaria y la iba a convertir en un sketch cómico al que denominaría: “Mi papá es Barney” protagonizado por el dinosaurio morado que todos los niños aman, pero en una faceta alcohólica, misógina y agresiva.
Escribí el guión, tratando de recordar con detalle mi gradación y esforzándome por encontrar el chiste en la vergüenza y la broma en la agresividad.
Todo estaba listo, pero la productora del programa acabó de tajo con mi chiste. “No podemos usar a Barney, Pepe… No tenemos los derechos… Y menos para convertirlo en un alcohólico golpeador de mujeres” Tenía razón. Parecía que mi chiste estaba perdido. Pero en un último intento por conservar mi idea decidí visitar la bodega de botargas de Televisa: Un verdadero paraíso de máscaras, disfraces, vestuarios de época y pelucas de todos tamaños y colores.
Fue ahí donde la vi. Al fondo y casi perdida entre disfraces de reno, máscaras de monstruos y antifaces de carnaval, estaba la cabeza de quién se convertiría en Jaime Duende. Había encontrado a mi personaje o tal vez él me encontró a mi.
Así que “Mi papá es Barney” se cambio a “Mi papá es un duende”. Y Facundo convirtió una máscara de duende navideño y mis recuerdos de niñez en un personaje que llegaría a protagonizar más de 60 capítulos, que representaría cientos de miles de views en youtube y cuyas replicas se venderían (Sin ninguna ganancia para nosotros) en bazares y hasta centros comerciales.
Eventualmente la censura empujada por las mentes rectas de éste país que claman “A favor de lo mejor” terminaría con la aventura, pero le fue imposible borrar de mi conciencia la idea de que la creatividad puede nacer en cualquier momento. Porque al final lo importante es saber reír.
@pilinga2