Servando Gómez Martínez, “La Tuta”, vivió en la miseria, aislado, arrinconado, desconfiando de sus cercanos, huyendo de policías y enemigos su último año en libertad.
Su última morada se ubica entre los municipios de Arteaga y Tumbiscatío, es una pequeña ranchería, la habitó antes de esconderse en cuevas. Pasó por lo menos el último año de su vida a salto de mata, sin lujo, lejos de la imagen que él mismo quiso proyectar.
Llegar la lugar es difícil, ya que los caminos serpentean entre montañas y pequeños valles de la sierra de Aguilillas, en el corazón del territorio templario.
La guarida es una choza pintada de rojo y con techo de lámina. El interior es de madera y tiene una antena de televisión satelital Sky. El baño es un cuartucho al que se sube por una pequeña pendiente. Dos sillas de jardín y una hielera en la que hay huesos de borrego ya muestran las inclemencias del tiempo.
Ahí pasó La Tuta meses difíciles se le vio por ahí en agosto, bajo asedio de las fuerzas federales y traicionado por muchos de sus aliados.
Dejó de usar celulares porque consideraba que eran la herramienta más eficiente para ubicarlo y además en esa zona de la montaña no hay señal.
“Vivía en la miseria, arrinconado y escondido”, sostiene el comisionado de la PF, Enrique Galindo, quien cree que hay una suerte de pedagogía en ello y que queda claro que el crimen no paga o termina por cobrar demasiado.
Cuando la PF entró al lugar encontró víveres, comida enlatada y una botella de Buchanans, lo más cercano a los viejos lujos, cuando La Tuta extorsionaba a propiosy extraños.
Separado por una reja se encuentra el rancho La Cucha, también frecuentado por el criminal, donde sobreviven un puerco y un loro.
Un letrero señala que los terrenos son una pequeña propiedad y que se prohíbe la caza de venado y de otras especies.
Llegar ahí no fue sencillo: requirió el despliegue de 3 mil elementos de las fuerzas federales que, durante meses, se fueron ganando la confianza de la población.
El comisionado recuerda que se tuvo que mostrar otra cara del trabajo de los uniformados; demostrar que podían estar a lado de la gente y apoyarla.
Con el tiempo, los lugareños escribían mensajes en servilletas que lanzaban al interior de las camionetas policiales, para dar pistas de algún delincuente y su paradero.