Me enfilo hacia Ejército Nacional. Siempre me paso la salida. Pero esta vez, estoy decidida a llegar con una referencia que hasta ahora se me ocurrió. Este edificio que es prácticamente idéntico al Hospital La Paz en Madrid. Es irónico que haya sido construido por exiliados de la guerra civil y se parezca tanto a uno de los monumentos sanitarios del Franquismo.
Caminando por los jardines, llego a Urgencias. Veo una ambulancia estacionada y paramédicos bajando a alguien en camilla. Aquí te deberían de recibir con gaitas tocando “Asturias Patria Querida”. Me escurro por los pasillos. Conozco este hospital como la palma de mi mano. Llego al lobby y mientras espero pacientemente el único elevador disponible, veo sentada en su escritorio a la administradora que debe estar aquí desde la guerra civil. Ante mi impaciencia, decido subir las escaleras. Cada piso es de una combinacion de colores diferente. Pero noto ciertas palabras en letreros que llaman mi atención. “Ropería” “Salida de Incendios” “UCI” al más puro estilo gachupin. Cuando llego al piso correcto, noto el olor a pescado frito de la comida. Lo único que se oye a través del pasillo son varias televisiones sintonizadas en partidos de futbol, porque claro, es Domingo. Risas y voces escandalosas. Parece más un bar de barrio que un hospital.
Despúes de un rato y sabiendo que mi visita será larga, bajo a los jardines de nuevo a tomar aire. Como a todo el mundo, nunca me he sentido tranquila en un hospital. Siempre hay algo sospechoso en ellos, como si la mala noticia estuviera ahí esperando a salir. Veo a un grupo de doctores jóvenes fumando. Cuando me siento a hacer lo mismo, un gato se me acerca. Empieza a maullar como queriéndome decir algo.
“No hablo gato” le dije. Lo acaricio y sigue “platicando”. Es negro, pero no brillante. Ha visto mejores épocas. Sus orejas están mordisqueadas. Le faltan los colmillos. Señales inequívocas de batalla.
“Así que eres el peleonero de la cuadra eh?” Suelto una carcajada.
El gato sigue maullando. Estoy segura de que me contestó que había dejado de pelear hace mucho. Lo acaricio. El y yo tomamos el sol. Pasa un gato más junto a nosotros. Amarillo atigrado con los ojos verdes. Se echa junto a mi gato peleonero completamente en paz, sabiendo que no va a haber bronca, así que estoy segura que mi gato negro me dijo la verdad: “Ya no peleo”. De repente, algo llama su atención y salen corriendo, olvidándome. La ventaja de ser animal es tener la memoria corta.
Decido regresar al hospital. Veo una chica llorando en una fuente. Tiene dos gatos a un lado, pendientes de ella. De repente, uno se sube a su regazo. Ella se sorprende y deja de llorar un momento. El gato se le pega al pecho. Ella lo acaricia y comienza a llorar de nuevo. El gato parece confortarla. El otro, a sus pies, se le mueve entre las piernas, nunca bajando la cabeza, siempre volteando a verla. Es entonces cuando más personas llegan a acompañarla, los gatos se van, otra vez, sin memoria.
Pregunto a los doctores fumones que de donde salen tantos gatos. Uno me dice que son más de 50. Que los alimentan los de intendencia y los cuidan. Les comento que ví a dos gatos consolar a alguien hacía un par de minutos.
“Si, es increíble. Hasta a los que no les gustan los gatos los acarician, yo estoy convencido de que aquí en especial si son terapéuticos. De hecho, nada más rondan por urgencias y por el asilo. Me dijeron que a los primeros los trajeron de Oviedo” me comenta un doctor de no más de 25 años con el cigarro en la mano.
Me pregunto qué sabrán los gatos que nosotros no sabemos. En este lugar en especial que parece un pedazo de cualquier parque madrileño. En donde hay paella en la cafeteria y mazapanes por kilo en la tienda de regalos. Posters de ciudades españolas por todos lados. Enfermeras que cecean. Es como si los gatos supieran del dolor, de la tragedia, de no tener un lugar propio. Como si comprendieran las lágrimas de los que se quedan. Un regalo de 5 minutos. Un consuelo en el momento adecuado. Parecen saber lo que pasa adentro, en ese lugar adonde no pueden pasar. Me sorprendió verlos echados ante la puerta. Respetando. Dejándo un recuerdo cálido a las personas que ellos mismos no retienen.
Entre los recuerdos de mi abuelos españoles y los maullidos de los gatos que reconfortan, me doy cuenta que aquí se demuestra que la gente se rehúsa a perder sus raíces. Aunque se vaya de su país y adopte otro como suyo, nunca dejará de instituir sus formas y sus tradiciones. Este hospital es un recuerdo para ellos y una memoria para sus descendientes. Es parte de lo que son y serán. De ese lugar común, lleno de árboles, en donde los viejitos solitarios del asilo comparten con sus gatos amigos. Aquí, los que reciben malas noticias, encuentran cariño en donde menos lo esperan. Parece que alguien que sabía lo que es perder las cosas que más amas, los dejó en este lugar a propósito.
Ahora entendiendo que hay reconciliarse con el pasado, abrazar el presente y dejar que el futuro llegue sin que nos pese la incertidumbre. Escoger las batallas y dejar de pelearse por cosas que al final, nunca valieron la pena. Y me lo dijo un sabio guerrero negro con su maullido…
Alicia Alarcón es chef y, aunque se niegue a aceptarlo, escritora. A partir de hoy, cada jueves compartirá su blog, El caldero, con La Primera Plana. Tú puedes compartir con ella 140 caracteres en @aliciaalarcon.