Cuando Enrique Peña Nieto asumió, el 1 de diciembre, la presidencia de México, sus promesas de cambio fueron recibidas con un ligero escepticismo. Después de todo, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) no solo había moldeado el país a lo largo de siete décadas en el poder, sino que además, en 12 años en la oposición, bloqueó las iniciativas modernizadoras de sus rivales políticos. En boca de un veterano priista como Peña Nieto, enfrentarse “a los poderes fácticos” y “acabar con los intereses intocables” se podían antojar eslóganes huecos más que propósitos reales.
En estos primeros meses, sin embargo, el presidente mexicano ha sorprendido con una batería de reformas que tocan el nervio económico y político del país. Comenzó con la del sistema educativo, secuestrado por la vieja casta sindical. Y siguió por la de las telecomunicaciones, torpedeada hasta ahora por los grandes magnates de la telefonía y la televisión. Después del verano verán la luz las cruciales reformas energética y fiscal.
No son medidas improvisadas. Han exigido previamente un cuidadoso trabajo político que ha fructificado en dos pasos históricos: una alianza nacional de los principales partidos —el Pacto por México— y el cambio de los estatutos del propio PRI, que ha liquidado sus esencias estatistas al extirpar, por ejemplo, el veto a la inversión privada en la petrolera pública Pemex.
Las reformas atentan contra intereses sindicales o corporativos creados o captados en su día por el PRI para mantenerse en el poder, en una red de clientelismo, burocracia y corrupción que ha lastrado el desarrollo de México. Quizás por eso solo este partido podía acometer la voladura controlada de esta estructura de poderes paralelos, con pericia política, pero también con mano de hierro, como muestra la detención de Elba Esther Gordillo, la intocable líder del gremio de la enseñanza.
Con su respaldo al Gobierno, el Partido Acción Nacional (centro-derecha) y el Partido de la Revolución Democrática (izquierda), han dado muestra de un sentido de Estado tan necesario como loable.
México tiene todo que ganar. Gracias al auge industrial y a la inversión extranjera, compite con Brasil por el liderazgo económico latinoamericano. Estas reformas son la llave para el despegue. Los mexicanos ya han visto antes defraudadas sus expectativas de cambio. El país merece, más que nunca, dirigentes políticos, empresariales y sociales a la altura de su potencial.