En las relaciones humanas es común designar a las personas con una palabra distinta a su nombre. Un apodo para los jefes o los vecinos, un apócope para los amigos, y para las parejas, es casi requisito usar un sobrenombre cariñoso.
Existe un listado preestablecido de palabras cursis que se te permiten cuando “das el sí“. Cosi, Bebé, Amor, Mi vida, Corazón, Gordito. No importa cuál sea; para mí todas se sienten igual de fingidas.
Los nombres preestablecidos no hablan acerca del vínculo que tienes con esa persona, usarlas es una forma de territorialidad y un intento pobre de expresar tus sentimientos. Son igual a regalar una tarjeta de felicitación que diga algo bello por ti.
Lo que considero válido y envidiable es utilizar palabras que surgen de las cosas que se han vivido juntos, ya que se crean códigos que sólo entiende la pareja y tienen una fuerte carga emotiva. Refieren a un momento determinado, tan importante que la pareja quiso guardarlo dentro de unas letras para llevarlo consigo a donde vayan. Son de esas anécdotas que se cuentan en el brindis de la boda.
Si lograste eso, puedes llamarle chimichurri, Kikirikí o Winnie Pooh si quieres, y estarás hablando de lo fuerte que es su relación. En cambio si gritas bebé en un cine, voltearán el 50% de los asistentes.
Tal vez sólo soy yo y mi fijación con las palabras. Pero sí existe una diferencia tangible.
¿Cuál es la palabra más chistosa que han usado para nombrarlos? ¿En serio no les gustaría una solo para ustedes?
Yo prefiero mi nombre. Aunque, cuando estás enamorado hasta la médula, las otras sirven mientras llega la buena.