En 1991, cuando Estonia se independizó de la URSS, no tenían ni Constitución, ni instituciones democráticas, ni un sistema legal.
Las infraestructuras estaban obsoletas y en malas condiciones, y el sistema bancario, a años luz del estándar occidental. Estaba casi todo por hacer.
La crisis económica noqueó de inmediato al país, que pronto pasó de una relativa prosperidad bajo el paraguas soviético a un escenario de inflación disparada y PIB en declive.
“En realidad, nosotros no quisimos crear un Estado digital. Era una cuestión de supervivencia. Enseguida nos dimos cuenta de que la Administración Pública y la burocracia gubernamental eran muy caras”, explica Linnar Viik, ingeniero y economista de 53 años, y uno de los artífices de la apuesta estonia por la tecnología.
Burlando las prohibiciones soviéticas, un año antes de la independencia, la disidencia ya había empezado a construir un registro de la población. El sistema era rudimentario y, al principio, no era extraño encontrarse con números duplicados, pero ese fue el germen del código que posteriormente identificaría a los ciudadanos de la República de Estonia.
Hoy el 99% de los trámites oficiales, un total de mil 789, pueden realizarse en cualquier momento: el portal gubernamental está abierto las 24 horas de los siete días de la semana. Solo las operaciones inmobiliarias, casarse o divorciarse exigen su presencia física.
¿Qué pueden hacer con una conexión a Internet?
Pueden votar, renovar su licencia de conducir, consultar recetas médicas, presentar reclamaciones por importes menores a 2,000 euros, hacer la declaración de la renta, impugnar una multa de tráfico, cambiar la dirección de su domicilio, registrar una empresa, firmar documentos, ver las calificaciones escolares de sus hijos y comunicarse con los profesores, acceder a su historial médico, entre otras más.