Quiero volar como Lolo

Hay una frase de del poema de Oliverio Girondo con la que me identifico plenamente: “¡Pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar pierden el tiempo conmigo”. Seguramente lo escuchaste en la película “El lado obscuro del corazón”.

Pues bien, te presumo que yo tengo mi propio maestro de vuelo: Lolo, mi adorado periquito azteca. Él tiene mucha personalidad. De entrada es muy selectivo, y no basta que le des de comer, le limpies su jaula o le regales juguetes. A Lolo no se le conquista con cosas materiales, él percibe cuando hay un interés únicamente por quedar bien con su mamá, o sea yo, y cuando realmente despierta simpatía sincera. No sabe ser políticamente correcto, si alguien le cae mal lo ataca sin misericordia y si alguien le cae bien, no intenta morderlo. Lo observa y en ocasiones y después de algún tiempo, permite que lo toque.

A Lolo se le conquista con tiempo y paciencia, despacio, con detalles que incluso no tienen precio. Su juguete favorito no es el que le compré en Estados Unidos sino una bolsa de papel en la que puede permanecer largo tiempo oculto, mordiéndola hasta que la deja en trocitos. Decía un amigo que seguramente fue minero en su otra vida.

Ha estado conmigo los últimos 7-8 años y hace algún tiempo tuve una disyuntiva que más bien parecía una definición / lección de vida “Cortarle las alas o enseñarlo a volar”. Si le cortaba las alas, aseguraba su seguridad aunque lo condenaba a estar en su jaula o sus alrededores inmediatos, si le enseñaba a volar corría el riesgo de que se golpeara en los intentos y fuera peor, pero al menos se sentiría más libre.

Como te imaginarás ganó la segunda opción y verlo en ese proceso ha sido muy aleccionador.

En ocasiones vuela buscándome, pero lo hace tan rápido que no me da tiempo de reaccionar y no alcanzo a ponerle el dedo donde debe aterrizar, por lo que se sigue de largo y se estrella (aunque ya ha aprendido a planear y entonces los golpes son menos). A pesar de ello nunca pierde la confianza en mí. No piensa “ya me fallaste una vez, no lo volverás hacer de nuevo”, tampoco se vuelve cuidadoso, huraño o desconfiado.

Lolo no se cuestiona si no le dí el dedo porque lo quería herir, abandonar o dejar solo. Él nunca asume algo como si fuera personal. Incluso, cada vez que voy por él después de un mal aterrizaje invariablemente hace un sonido como si se estuviera carcajeando y levanta su cuellito, parece que se divierte en cada mala experiencia y sí… inmediatamente vuelve a intentarlo. No hay golpe ni pared lo suficientemente sólida que lo detenga.

Por eso, Lolo sí sabe volar y me enseña todos los días como hacerlo.