La cultura sexual nipona incluye una de las manifestaciones más espectaculares de la sexualidad en Japón: el Shunga, término que literalmente significa ‘primavera’ y que se utiliza para agrupar las obras que forman parte de una viva tradición de arte erótico.
Las piezas incluidas en este espectro generalmente corresponden a grabados impresos mediante placas de madera. Sin embargo, existen otras técnicas cuyos resultados también se incluyen dentro de esta vertiente.
Hospedados en entornos de cotidiana estética, acondicionados de acuerdo con la época y el lugar al que corresponden, florecen escenas envueltas en sexual surrealismo que, ya sea a través de estrambóticas posturas o de la activa presencia de elementos descontextualizados, generan un oasis donde confluyen el deseo carnal y la permisión fantástica.
Las obras se desarrollan en escenarios diseñados explícitamente para consumar un acto sexual: posturas acrobáticas que eluden las leyes de la física, genitales desproporcionadamente grandes que se rebelan ante los ritmos comunes de la fisiología humana, doncellas fornicando con animales marinos, y un desfile de discretos pero envidiables gestos orgásmicos son algunos de los elementos característicos en estas escenas.
Tradicionalmente a las obras propias del Shunga se les atribuía una cierta virtud “talismánica”. La vida del samurai que cargaba con una de estas piezas gozaba de protección durante los combates, mientras que en los hogares y negocios se utilizaba para ahuyentar la posibilidad de un incendio.
Si bien muchas de sus obras son ‘más sexuales que el sexo’, lo cierto es que en esta escuela, a diferencia de lo que sucede con el porno, la hipersexualidad es canalizada a través de la estética y la exploración imaginaria, de reinos fantásticos que alojan rituales improbables, y no del deseo y la ansiedad de consumir un cuerpo.
Fuente: Pijama Surf